jueves, 17 de marzo de 2011

Dolor de familia

Los gritos de terror volvían a inundar el número 13 de Midway Street, uno de los barrios más lujosos de la zona. Los vecinos de las casas cercanas ya no se extrañaban; lo extraño era no escuchar esos gritos cada día, a cualquier hora. Alguna vez habían llamado a la policía, pero los habitantes del número 13 afirmaban rotundamente que todo iba bien.

Martha cerró las cortinas de la ventana por la que se podía ver la casa de los Yagari, la número 13. Ella era una mujer ya entrada en su vejez, con algunas arrugas poblando su cara y el pelo canoso recogido en un moño alto. Se ajustó su bata de casa, gris como su pelo, y se sentó en la butaca en la que, años atrás, se sentaba a conversar con su fallecido marido, Thomas. Fotos de ambos cubrían los desgastados, aunque limpios, muebles del pequeño salón de estilo rústico. Su gato persa se paseó delante suya, pisando la alfombra de pelo que tanto cariño le tenía. Martha cerró los ojos y negó con la cabeza, a la vez que encendía la tele. Conocía a los Yagari desde hacía algunos años. Ellos eran americanos, a pesar de tener un apellido japonés; el padre de Takeshi, el hombre, era de origen nipón, según le habían comentado alguna vez.

-No puedo hacer nada por ella... -Se lamentó Martha, cambiando de canal con el mando-. Pobre mujer.

Un golpe más volvió a tumbar a Elisa Yagari, la cual ya tenía manchas de sangre por la cara. Su pelo castaño oscuro estaba revuelto, puesto que él la había cogido anteriormente de la melena y la había tirado contra el sofá. Había hecho algo mal. A su marido no le gustaba la cerveza caliente. Y ella se había defendido ante las quejas de su marido. Un grave error que había desembocado en aquello.
Takeshi controlaba a su mujer con mano dura. Él era quien mandaba, puesto que él era el hombre. Ese era el ideal con el que había sido inculcado desde pequeño, un ideal que nunca se había cuestionado. Su propia madre había sufrido lo mismo que su mujer sufría en la actualidad. Volvió a agarrarla del pelo, a la vez que abofeteaba la cara de su mujer. Tras ello, le agarró la cara con fuerza y se la puso a la altura de la suya.

-¿Has entendido ya lo que no me gusta? -Le gritó, salpicándole la cara de saliva. Ella apartó la mirada, llorando-. ¿¡Me has oído, puta!?

La tiró al suelo con fuerza, poniéndose encima de ella. Elisa tenía miedo, pero no podía hacer nada. Ya había venido la policía alguna vez, pero su marido le obligaba a decirles que todo estaba bien, que los golpes se debían a una caída. Ella no podía delatarle, por el bien de Hitori. No podría darle una buena vida si su padre no estaba para mantenerles. Mientras recibía todos esos golpes, pensaba únicamente en Hitori, y deseaba que él no recibiese lo mismo que ella recibía.
Los gritos de su marido resonaron en su mente, y le obligaron a contestar.

-Lo he entendido... Perdóname... -Murmuró Elisa, mirando al suelo.

-Bien. Espero que por fin hayas aprendido. -Takeshi se levantó, dejando a su mujer tirada en el suelo, y se dirigió a la habitación de Hitori, ante la amargura de su mujer. Quiso gritar, decirle que no le pegase a Hitori, pero tenía demasiado miedo. No quería sufrir más golpes.

-Perdóname, hijo... Perdona a mamá... -Susurró, llorando con más fuerza ante la impotencia de no poder ayudar a su inocente hijo.


Los gritos llegaban a la habitación del niño, pero él intentaba ignorarlos. A sus escasos seis años, estaba ya familiarizado con el procedimiento a seguir cuando eso sucedía.
Él debía meterse en su habitación, cerrar la puerta y quedarse allí hasta que su padre entrase y le dijese si podía salir o...
Hitori se estremeció y negó con la cabeza rápidamente. No le gustaba que su padre entrase y no le dijese que podía salir. Su padre le hacía mucho daño, y él no podía quejarse, porque le haría sufrir aún más. Tampoco le gustaba salir tras los gritos, pues encontraba siempre a su madre llorando y llena de moretones, lo que le dolía aún más que los golpes.
Algunas veces, su padre le encerraba en un armario tras pegarle, bajo llave. Hitori temía aquello sobre todas las cosas; detestaba la oscuridad.

De repente, los gritos cesaron. Hitori levantó la cabeza levemente, moviendo los mechones castaños que le caían sobre la frente. Tenía el mismo pelo que su madre, lo que la mayoría de la gente destacaba siempre cuando le veía. En cambio, sus ojos verde esmeralda eran idénticos que los de su padre.
Takeshi abrió de golpe la puerta del cuarto de Hitori. Éste, silencioso, le miró, rezando para sus adentros que su padre le permitiese salir. Pero no sucedió así esa vez.
El niño recibió una patada en la espalda, que le hizo rodar por el suelo de su habitación un par de veces, golpeándose finalmente contra la pata del escritorio. Miró a su padre con dolor, pero evitó decir nada. Tan sólo apretó fuerte los dientes antes de recibir una bofetada en su mejilla izquierda.

-Tú... ¡No sabes hacer nada bien, criajo de mierda! -Gritó su padre, dándole otra bofetada-. ¡Ambos sois escoria! ¡Basura!

Aquellas palabras ya casi no dañaban a Hitori. Lo tenía profundamente asumido; él era un inútil, una basura. Eso le recordaba su padre cada día, y él nunca se preguntó si era verdad o no. Tan sólo lo aceptaba para no recibir más daño.
Otro golpe volvió a dañar la cara del niño, esta vez, en la nariz. Hitori notó el calor de la sangre resbalando lentamente hacia su labio, donde pudo saborearla.
Finalmente, Takeshi cogió al pequeño del pelo y lo tiró en la cama, donde le volvió a gritar un par de veces más antes de salir de la habitación. Aquella vez, Takeshi estaba realmente enfadado. Pero reconocía que en cierta medida, aquello le gustaba. Saber que era el señor de la casa le excitaba de una manera extraña, misteriosa. Decidió ir a su habitación, no sin antes gritarle a su mujer para que fuese con él.

Hitori abrazó fuertemente a su querido osito de peluche, Teddie. Él era su único amigo, su confidente silencioso, aquel que escuchaba con su sonrisa de oso todas las amarguras que el pequeño le contaba. Aquella noche no fue distinto. Hitori le contó al oso Teddie todo lo que sufría, lo que le dolía aquello, y sus más profundos deseos.

-Deseo que acabe... Deseo que papá se vaya... Que se vaya... -Murmuró Hitori, entre lágrimas, sin dejar de abrazar con fuerza a su peluche.

Abrazado a Teddie, los deseos de muerte empezaron a aflorar en la mente del niño. Deseos de muerte hacia su padre. Unos irrefrenables deseos que no cesarían hasta ser cumplidos.